El dentista es aquél a quien le gusta alternar con gente y ha escogido una profesión en la que tiene que lidiar con el público, con cientos y aun miles de ellos, todos los días y todos diferentes, tienen la mente del hombre de ciencia, la mano del orfebre, el ojo del investigador, el corazón del misionero y la dedicación del médico... es de esa clase de personas a quien se debe respetar y escuchar, porque habla con autoridad y convicción, pues tú comprendes que él sabe lo que está diciendo. Ha invertido años de estudio, ha luchado y se ha sacrificado por adquirir los conocimientos que posee. Es ávido de aprender, no se detiene nunca en su afán por saber y descubrir nuevas técnicas. Examinar y analizar todo aquello que significa un adelanto para su profesión. No llegar a ser nunca a hacer millonario, mas eso no le importa. En su vida hay otros galardones más codiciados...

Pocas personas comprenden la misión del dentista el ejercicio de la odontología requiere habilidad e información exacta de las ciencias y arte. Es necesario mucho tacto, intuición y sentido psicológico para alcanzar el arte de persuadir y la autoridad para de preveer y remediar el miedo instintivo y las excitaciones del paciente, más perturbable que el mismo dolor material. Vosotros los dentistas necesitamos mucha paciencia y una gran resistencia física.
Vuestro cuerpo, nervios, mente, nuestra voluntad y sensibilidad estará en tensión continua. Siempre de pie, muchas veces en actitud constreñida, con ojo alerta, ambas manos ocupadas, los dedos obedientes a la manipulación de varios instrumentos a la vez. Cada movimiento es obstaculizado por reflejo y reacciones del paciente que no puede ser siempre previsto. Además, durante todo el tiempo tenéis que permanecer imperturbables, calmados, corteses, gentiles y llenos de piedad.
La menor lesión en cualquier tejido como la membrana de la boca, puede tener repercusiones en la salud de todo el organismo.
La boca expresa características y sentimientos que no pueden ser reflejados por la frente y los ojos por sí solos. Un simple pliegue de labios, imperceptibles si se quiere, puede transformar o hacer alteraciones definitivas en la expresión de la cara.
Este discurso efectuado por el Papa Pío XII, fue en los años 50, ya pasó tiempo, y sin embargo, expresa de manera notable nuestra profesión claramente.