Los primeros cepillos se llamaban “palos o varas para masticar” y eran construidos con pequeñas ramitas de árbol que se machacaban para ablandarlas. Uno de sus extremos se moldeaba para que quedara en forma de filamentos lo suficientemente suaves como para ser soportados por las encías. Eran herramientas ásperas cuyo efecto era muy similar al de los palillos de dientes. Algunas tribus de nativos de Australia y África aún usan estos rudimentarios cepillos para mantener limpia su dentadura. Las civilizaciones de la antigüedad también tuvieron sus formas particulares de cuidar sus dientes. Plino el Joven (61-113 d. C.) afirmaba que utilizar el cañón de una pluma de buitre para limpiar los dientes podía producir halitosis, o mal aliento, y sin embargo le gustaba emplear una púa de puercoespín porque, según él, “mantenía los dientes firmes”.
Grecia fue, como en todo, más avanzada. Aristóteles, por ejemplo, aconsejaba a Alejandro el Grande que cada mañana diera un masaje a sus dientes con un paño fino de lino que fuera ligeramente áspero. El primer cepillo construido se remonta a 1498, cuando un emperador chino insertó cerdas de pelo de puerco en un hueso, formando una especie de cepillo, según informes de la Asociación Dental Estadounidense. Fueron los ingleses quienes legaron a nuestra civilización el primer cepillo de dientes moderno.
El invento se popularizó luego en Europa, pero debido a su elevado costo, las familias más humildes tenían que compartir el mismo cepillo. No fue sino hasta 1938, de acuerdo con la ADA, cuando DuPont introdujo las cerdas de nylon en reemplazo del pelo de cerdo. En el siglo XX, este utensilio sencillo pero fundamental alcanzó nuevas cumbres, y en 1969 viajó por primera vez a la Luna. Neil Armstrong utilizó un Oral-B Classic TM minutos antes de decir eso de: “Es un pequeño paso del hombre, pero un gran salto para la humanidad”.